miércoles, 27 de noviembre de 2013

HoB: LA CAÍDA DEL AUTARKA (IX)




Esa mañana el cabo Torres no se había presentado en el cuartel después de su permiso. Me pregunté qué le habría podido pasar, él nunca faltaba a su puesto y pensar en la deserción era a todo punto impensable. Lo más seguro era, pensé con una sonrisa, que se hubiera retrasado después de apurar la noche con su chica, a la que hacía algún tiempo que no veía.


La vida del militar es dura en Hob. La lucha contra las bestias no nos deja espacio para nosotros mismos, pero es lo que debemos hacer para asegurar la supervivencia de la Segunda Humanidad. Ahora ya no somos nosotros la especie dominante en Nueva Pangea. Es nuestro más sagrado deber luchar con todas nuestras fuerzas para preservar las vidas de nuestros seres queridos. No importa lo dura que sea esta vida, la mayor recompensa es vivir un día más sabiendo que nuestros esfuerzos son recompensados.


En unas horas teníamos que salir a patrullar en la cañonera de la Armada, como era costumbre, para prevenir posibles invasiones de bestias, procedentes de la orilla sur del Medíter, territorio en poder de las bestias. Nuestra vigilancia era crucial para detectar amenazas a tiempo y erradicarlas. Justamente por esa razón le habían dado permiso al cabo Torres, por su valerosa actuación contra un desafortunado desembarco de bestias a este lado del Medíter que había tenido lugar días atrás.


¡No hay paz en Hob, las bestias se reagrupan!


Mandé al soldado Fernández a buscarlo a su casa para evitarle un arresto o algo peor si nuestro comandante se enteraba. Por mucho aprecio que le profesara, el deber estaba por encima de toda cuestión y no se podían permitir negligencias porque ello podría significar muchas vidas.


El soldado Fernández regresó sin noticias del paradero del cabo, hecho que me extrañó en demasía. Algo malo le había ocurrido: de repente un azaroso sentimiento me invadió. Y no solamente eso, sino además que Justine también había desaparecido. Lo último que se sabía de ellos era que habían sido vistos por última vez entrando en la vieja ermita de las afueras.


Entonces lo tuve claro, un presentimiento me atravesó como una flecha: se habían internado en las catacumbas y los rodents los habían sorprendido. Conocía la imaginación del cabo Torres, aún un muchacho, con muchas fantasías de tesoros y armas mágicas en la cabeza. ¡Ay, qué insensato. Y mira que le previne de lo peligroso de internarse por esos corredores infestados de rodents! ¡Pero es que los jóvenes no escuchan, siempre con sus sueños!


Notifiqué mis temores al comandante, solicitándole permiso para efectuar una batida; pero hallé su tajante negativa:


-¡No tenemos tiempo para juegos de incautos e irresponsables, capitán! Su deber es cumplir lo que se le ha ordenado para la jornada de hoy. Si el chico no aparece en unos días, consideraré de nuevo su petición.


Así de conciso me despachó. Y yo, que entendía su posición, me dirigí a mi destino sin rechistar. Una orden era una orden, no había nada que hacer por el momento. Recé para que al cabo no le hubiera sucedido nada malo.


Nuestro cometido para aquel día era hacer de apoyo a la Marina por si debíamos realizar un desembarco para hacer frente a una incursión. Rutina.


A eso del mediodía mi compañía se hallaba a bordo de la cañonera. Jugábamos a las cartas y reíamos en perfecta camaradería, esperando el fin de la jornada para volver a casa. Yo no había podido dejar de pensar en el cabo Elías y en Justine. ¿Qué les habrá podido pasar? No podía quitarme de la cabeza la sensación de que los rodents andaban detrás de su misteriosa desaparición.


Hasta que una voz me sacó de mi ensimismamiento.


-Venga a ver esto, mi Capitán- me anunció un marinero.


Subí a cubierta a toda prisa, embargado por ese aciago presentimiento.


El comandante de la cañonera me esperaba ansioso. Antes de que pudiera preguntar me dijo:


-Capitán Pons, hemos detectado señales de lucha a estribor, prepare a sus hombres para entrar en acción.


Aquello no me sorprendió lo más mínimo.


-¿Tenemos notificación de movimiento de tropas en ese sector?- pregunté.


-No, presumo que son diferentes razas de bestias que pelean entre sí.


Aunque nuestras tropas no estuvieran involucradas en el combate, la amenaza era tangible; el vencedor se encaminaría a Pitya para cobrarse su botín. No era infrecuente que las bestias se mataran entre sí por disputarse su comida, que era cómo nos consideraban a nosotros: pura y simple carnaza para sus estómagos.


-Estaremos listos en unos minutos, mi comandante.


La cañonera viró rumbo a tierra. Desde la plataforma de desembarco podíamos vislumbrar las explosiones producidas por las pistolas Ray-Brand. Su sonido era inconfundible, atronador, pero menos ruidoso que un arcabuz de Magia Negra. Por la frecuencia de disparos no parecían ser demasiados luchadores.


Mis hombres estaban tranquilos, antes de tocar tierra la cañonera desplegaría su devastadora potencia de fuego, ¡Eso sí que producía estruendo! Luego, nosotros abatiríamos a los supervivientes con nuestras nuevas pistolas RR-Brand.


Ardíamos en deseos de probarlas. Las Red Ray-Brand o RR-Brand, como las llamábamos nosotros, eran lo último y más sofisticado que la ingeniería de guerra de los theosianos había concebido.


Los sacerdotes theosianos se devanaban los sesos para proporcionarnos armas efectivas contra las bestias, que no dudaban en recurrir a depravados experimentos con Magia para mutar sus cuerpos y aumentar su inteligencia, como era el caso de los dwergos, que concebían las más maquiavélicas armas para destruirnos o dominarnos. Era una lucha de voluntades la que mantenían los theosianos con los dwergos por la fabricación del arma más mortífera.


Las RR-Brand disparaban un rayo rojo que traspasaba las superficies más resistentes. Al contacto con la piel cortaba y cauterizaba a la vez con una precisión asombrosa. Un solo disparo era capaz de fulminar a media docena de bestias en grupo. En comparación con las viejas Ray-Brand, que disparaban bolas de fuego, originadas por la piedra de Magia Negra de su interior, estas armas permitían efectuar cientos de disparos sin tener que recargar como les sucedía a las anteriores.


El mecanismo, según las explicaciones más básicas, era sencillo: un rubí colocado en la parte interna del cañón filtraba la energía producida por la combustión de la Magia Negra. La energía se canalizaba en un potente rayo al atravesar la piedra, la cual aumentaba su potencia de modo espectacular.


Todavía no era el arma estándar del ejército, pero pronto todas las unidades gozarían de ellas. Por el momento solo las unidades especiales, como la Infantería de Marina o los Akritas, disponían de ellas. A nosotros nos las acababan de entregar hacía unos días.


Al sobrepasar una loma pudimos presenciar el combate. Lo que vimos nos heló la sangre y nos dejó estupefactos. Un solo hombre, pero de proporciones desmesuradas, se enfrentaba en solitario a una hueste inacabable de megarácnidos de combate, una espeluznante bestia del tamaño de un mamutte. En un gesto colectivo, mis hombres y yo tragamos saliva al contemplar la terrible escena.


-¿Es el Autarka?- murmuró alguien.


-¡Sí, es él!- contestó otro, entre la admiración y la aprensión.


El Autarka era un poderoso guerrero que luchaba contra las bestias, el cual había sido declarado hereje por el theógono Castos Vilitja por emplear métodos prohibidos en la lucha. No dudaba en ingerir Magia para adquirir más poder y sanarse las heridas, cosa que atentaba contra todas las leyes divinas, impuestas por Theos, nuestro Señor.


Conmovidos por el horrendo espectáculo, presenciamos cómo pugnaba heroicamente contra las bestias, blandiendo un par de hachas fabricadas con Magia. Las mortíferas armas estaban incandescentes y trazaban rojas estelas en el aire, fundiendo a sus víctimas como si fuera lava. En derredor del Autarka se originaba un gran rastro de destrucción. Causaba pavor su furor combativo; sus gritos enfervorecidos llegaban nítidos hasta nosotros.


Y también sus alaridos de dolor inhumano. Los megarácnidos, que cubrían la arena como una lóbrega manta de colores negros y amarillos, se abalanzaban sobre el Autarka a centenares, enterrándolo bajo su número. Ninguno de nosotros quisimos mirar cuando su vida acabó entre indecibles padecimientos y hórridos gritos que tardaremos mucho tiempo en olvidar.


Sobrevivo un sepulcral silencio en honor de aquel guerrero, si bien un hereje por sus prácticas degeneradas, todo un valiente y arrojado luchador al que debíamos un respeto.


-¡Mi capitán! ¿Qué es eso de ahí?- señaló el soldado Cadwell-. ¡Que me aspen si no es una mujer!


-¡No puede ser una mujer! ¿Qué va a hacer allí una mujer sola, en medio de una batalla?- discrepó el soldado Fresnos.


Agucé la vista, presa de un amargo presentimiento. Yo si me imaginaba qué podría estar haciendo allí: huir. Con un estremecimiento identifiqué a la mujer que corría desesperada, ¡Era Justine!


-¡Oh, mierda, la han descubierto!- gritó el soldado Flanagan.


En tanto los megarácnidos acababan con la vida del Autarka, el comandante de aquellas bestias, un troll descomunal montado en una repugnante cabalgadura, dirigía su montura hacia ella, con una aviesa sonrisa en su aterrador rostro. Su enorme bocaza se abría para emitir una grotesca carcajada que resonó en los espacios.


-¡Corre, corre!- gritaron mis hombres, impotentes, manifestando su horror en sus ojos dilatados.


Hecho pedazos el Autarka, el resto de la hueste partió detrás de su cabecilla, dejando miles de cadáveres en medio de un campo de batalla renegrido y humeante. Todavía se podían contar a cientos los megarácnidos que se desplegaban por el terreno con su impresionante tamaño.


CONTINUARÁ....

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